
Cuando le expuse el tema a mi padre, cuando reuní el valor para hablarle de mi idea descabellada, me aseguré de hacerlo en las primeras horas de la noche. Con papá ese era siempre el mejor momento. Era entonces cuando estaba relajado después de haber cenado bien, y se recostaba en su sillón reclinable de vinilo en el rincón del televisor.
Si echo la
cabeza hacia atrás y cierro los ojos, todavía puedo oír las risas del público y
las sintonías musicales enlatadas de sus programas favoritos, los westerns
Caravana y Rawhide. Pero el que más le gustaba era el del cómico Red Buttons.
Cada episodio empezaba con Red cantando: «¡Jo jo, ji ji… están pasando cosas
extrañas!». Puse una silla de respaldo recto a su lado, solté una risa lánguida
y esperé al siguiente corte publicitario. Había ensayado mentalmente mi
discurso, una y otra vez, sobre todo el principio: «Eh… papá, ¿te acuerdas de
aquello que se me ocurrió en Stanford…?».
Fue durante
una de las últimas asignaturas de la carrera, un seminario sobre espíritu
emprendedor. Hice un trabajo de investigación sobre calzado, y este pasó de ser
una tarea normal y corriente a convertirse en algo que me obsesionó
sobremanera. Al ser corredor, sabía algo sobre zapatillas de atletismo. Por mi
afición al mundo empresarial, sabía que las cámaras fotográficas japonesas
habían irrumpido con fuerza en el mercado de la fotografía, antes dominado por
los alemanes. Y en mi tesis argumentaba que podía suceder lo mismo con el
sector de las zapatillas para correr.
La idea me
interesó, luego me inspiró y por último me cautivó. ¡Parecía algo tan obvio,
tan simple, tan potencialmente tremendo…! Dediqué semanas y semanas a aquel
trabajo. Me instalé en la biblioteca, y devoré todo cuanto encontré sobre
importación y exportación, y acerca de cómo montar una empresa. Finalmente,
como se requería, hice una exposición oral ante mis compañeros de clase, que
por su parte reaccionaron con un formal aburrimiento. No me hicieron ni una
sola pregunta. Acogieron mi pasión e intensidad con fatigosos suspiros y miradas
perdidas. El profesor consideró que mi descabellada idea era buena: me puso un
sobresaliente.
Pero ahí
terminó la historia. Al menos eso se suponía. En realidad nunca dejé de pensar
en aquel trabajo. Durante el resto del tiempo que pasé en Stanford, en cada una
de mis carreras matutinas y hasta aquel momento en que me encontré en el rincón
del televisor, había considerado la posibilidad de irme a Japón, buscar una
empresa de calzado, y ofertarles mi plan descabellado, con la esperanza de que
mostraran una reacción más entusiasta que mis compañeros, y quisieran asociarse
con un chico tímido, pálido y flacucho del apacible Oregon. También había
barajado la idea de dar un exótico rodeo durante mi ruta de ida y vuelta en
Japón. «¿Cómo voy a dejar mi huella en el mundo si no voy ahí fuera y lo veo?»,
pensaba.
«Antes de una
carrera importante, uno siempre quiere recorrer la pista andando, por lo que un
viaje de mochilero alrededor del globo puede que sea justo lo que necesito»,
razonaba. Por aquel entonces no existían las listas de cosas que hay que hacer
antes de morir, pero supongo que eso se acercaría a lo que yo tenía en mente.
Antes de morir, hacerme demasiado viejo o verme absorbido por las minucias
cotidianas, quería visitar los lugares más bonitos y maravillosos del planeta.
Y los más sagrados. Desde luego, quería probar otras comidas, escuchar otras
lenguas, sumergirme en otras culturas, pero lo que realmente ansiaba era la
Conexión con mayúscula. Quería experimentar lo que los chinos llaman tao, los griegos
logos, los hindúes jñāna, los budistas dharma. Lo que los cristianos llaman
espíritu.
«Antes de
emprender el viaje de mi propia vida, dejadme comprender el gran viaje de la
humanidad. Dejadme explorar los templos, las iglesias y los santuarios más
imponentes, los ríos y las cumbres montañosas sagrados. Dejadme sentir la
presencia de… ¿Dios?», pensaba. «Sí», me dije, «sí». «A falta de otra palabra
mejor: Dios.» Pero antes necesitaba la aprobación de mi padre. Es más,
necesitaría su dinero. Ya le había mencionado mi intención de hacer un largo
viaje el año anterior, y él pareció conforme. Pero seguro que ya no se acordaba
de eso. Y es probable que yo estuviera forzando un poco las cosas al añadir a
la propuesta original mi idea absurda, aquel estrambótico viaje.… ¿a Japón?
¿Para montar una empresa? Una pérdida de tiempo y de dinero.
A buen seguro
él lo consideraría ir demasiado lejos. Además de ser endiabladamente caro. Yo
tenía algunos ahorros del ejército y de varios trabajos a tiempo parcial que
había desempeñado durante los últimos veranos. Pero lo más importante es que
planeaba vender mi coche, un MG negro cereza de con neumáticos de carreras y
doble árbol de levas (el mismo coche que conducía Elvis en Amor en Hawái). Todo
junto ascendía a mil quinientos dólares, por lo que todavía me faltaba otro de
los grandes, le dije a mi padre. Él movió la cabeza, «¡ajá!», «¡vaya!», y
desvió rápidamente la mirada del televisor hacia mí, y luego otra vez hacia
televisor, mientras yo se lo explicaba todo. ¿Recuerdas lo que hablamos, papá?
¿Que te dije que quería ver el mundo? ¿El Himalaya? ¿Las pirámides? ¿El Mar
Muerto, papá? ¿El Mar Muerto? Bueno, ¡je, je!, pues es que también estoy
pensando en hacer un alto en Japón. ¿Te acuerdas de mi plan descabellado? ¿Lo
de las zapatillas para correr japonesas? ¿Sí? Pues podría ser algo grande,
papá. Algo grande.
Estaba
cargando las tintas, adoptando un estilo de venta agresivo, muy agresivo,
porque odiaba vender, y porque no tenía ninguna posibilidad. Mi padre acababa
de soltar cientos de dólares a la Universidad de Oregón y varios miles más a
Stanford. Era el editor del Oregon Journal, un trabajo estable que cubría las
necesidades básicas, incluida nuestra espaciosa casa blanca en Claybourne
Street, en el barrio más tranquilo de Portland, Eastmoreland. Pero no
nadábamos en la abundancia. Sin contar con que estábamos en 1962. Por entonces
la Tierra era más grande. Aunque los humanos habían empezado a orbitar el
planeta en cápsulas, el noventa por ciento de los estadounidenses todavía no
había viajado nunca en un avión. El norteamericano medio, hombre o mujer, no se
había aventurado nunca a más de cien kilómetros de la puerta de su casa, de
modo que la mera mención de un viaje largo en avión acobardaría a cualquier
padre, especialmente al mío, y más teniendo en cuenta que su predecesor en el
periódico había muerto en un accidente de aviación.
Aparte del
dinero y de las preocupaciones por la seguridad, todo el asunto se revelaba
bastante poco práctico. Yo era consciente de que veintiséis de cada veintisiete
nuevas empresas fracasaban, y mi padre también, y la idea de asumir un riesgo
tan colosal iba en contra de lo que él representaba. En muchos aspectos, era un
episcopaliano convencional, un creyente de Jesucristo. Sin embargo, también
adoraba a otra deidad secreta: la respetabilidad. Casa colonial, bella esposa,
hijos obedientes… Mi padre disfrutaba teniendo todo eso, pero lo que realmente
le gustaba era que sus amigos y vecinos supieran que lo tenía. Ser admirado.
Dar cada día unas vigorosas brazadas en la corriente más fuerte. Por lo que dar
la vuelta al mundo en un pajarraco simplemente no tenía sentido para él. Eso no
se hacía. Desde luego, no los respetables hijos de los hombres respetables. Eso
era algo que hacían los hijos de otro tipo de gente. Algo que hacían los
beatniks y los hipsters.
Es posible que
la principal razón de la fijación de mi padre con la honorabilidad fuera el
miedo a su caos interior. Yo lo sentía así, visceralmente, porque de vez en
cuando ese caos brotaba a borbotones. Sin previo aviso, a altas horas de la
noche, sonaba el teléfono del vestíbulo, y cuando contestaba siempre me
encontraba con la misma voz áspera al otro extremo de la línea. «Ven a buscar a
tu viejo». Yo me ponía el impermeable (parecía que, en esas noches, siempre
caía una lluvia fina), y conducía hacia el centro de la ciudad, al club adonde
iba mi padre. Recuerdo aquel lugar tan claramente como me acuerdo de mi propia
habitación. Tenía un siglo de antigüedad, unas librerías de roble que iban del
suelo al techo y unos sillones orejeros; parecía la sala de estar de una casa
de campo inglesa. En otras palabras: extremadamente respetable.
Siempre
encontraba a mi padre sentado a la misma mesa, en el mismo sillón. Siempre le
ayudaba a ponerse en pie con delicadeza. «¿Estás bien, papá?». «¡Claro que
sí!». Siempre lo guiaba hasta el coche, y durante todo el camino a casa
fingíamos que no pasaba nada. Él mantenía una postura perfectamente erguida,
casi regia, y hablábamos de deportes, porque hablar de deportes era el modo que
yo tenía de distraerme, de calmarme, en los momentos de tensión. A mi padre
también le gustaban. Los deportes eran algo respetable.
Por estas y
una docena de otras razones yo esperaba que él acogiera mi propuesta en el
rincón de la tele frunciendo el ceño y soltando un rápido desaire: «¡Ja, ja, la
idea descabellada! ¡Ni lo sueñes, Buck!». (Mi nombre de pila es Philip, pero mi
padre siempre me llamaba Buck. De hecho, empezó a llamarme Buck ya desde antes
de nacer. Mi madre me contó que cogió la costumbre de acariciarle el vientre y
preguntarle: «¿Cómo está hoy el pequeño Buck?».) Sin embargo, cuando dejé de
hablar, mi padre se balanceó hacia delante en su sillón reclinable de vinilo y
me lanzó una mirada divertida. Me dijo que él siempre se había arrepentido de
no haber viajado más cuando era joven. Que un viaje podría ser justo el colofón
perfecto para mi educación. Me dijo muchas cosas, todas ellas centradas más en
el viaje que en mi idea descabellada, pero yo no tenía la menor intención de
rebatirle nada. Ni de quejarme, porque a fin de cuentas me estaba dando su
bendición. Y su dinero.
Fuente: http://www.infobae.com/cultura/2016/10/29/la-increible-historia-del-origen-de-nike/