En el mundo de hoy, la realidad global se ha vuelto
altamente dinámica y cambiante, con lo bueno y con lo malo que esto conlleva.
Como ejemplo de situaciones lamentables relativamente nuevas
y muy impactantes de alcance internacional, cabe destacar la aparición
especialmente intensa del terrorismo fundamentalista.
Éste se lleva a cabo, en casos importantes, como
consecuencia de decisiones expresas y directas de algunos Estados; en otros,
mediante el respaldo, el aprovisionamiento y el financiamiento de países (que
hacen que la intervención de gobiernos quede algo más disimulada, pero sólo un
poco); y asimismo, mediante grupos diferentes que parecen aislados (en
apariencia, pero aun en estos supuestos, es usual la colaboración de gobiernos
mediante modos o apoyos diferentes, más o menos elípticos e indirectos -como
compras de insumos mal habidos-). La aparición de este fenómeno ha cambiado
diametralmente la concepción de qué es la guerra, cómo y cuándo se considera
que aquélla ha comenzado, en qué consiste, cómo se manifiesta y hasta cuándo
dura; y quién o quiénes son los sujetos con aptitud para ser actores en este
campo (aunque no estén reconocidos formalmente como sujetos del Derecho
Internacional).
En ámbitos locales, verbigracia en nuestro país, los
impactos más terribles del terrorismo fundamentalista se sufrieron hace más de
dos décadas (los atentados a la Embajada del Estado de Israel en 1992 y a la
AMIA-DAIA en 1994). Por desgracia, la República Argentina y sus ciudadanos y
habitantes fueron tristemente pioneros como víctimas de este fenómeno, violento
y cruel, de alcances inusitados, que se hizo sentir nuevamente, de manera brutal,
en el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York y al Pentágono en Virginia
(iniciado con el tristemente conocido método del secuestro de aeronaves), en
2001. Algún tiempo más tarde, las voladuras en Londres y en Madrid también
dejaron la impronta de esta barbarie, sin perjuicio de más episodios
intermedios y posteriores de magnitudes diferentes. Antes y después de 2001
hubo también episodios numerosos de esta clase en muchos lugares del mundo, y
existen quejas por la poca visibilidad y trascendencia mediática que se da a
aquellos sucesos cuando se producen en países considerados “periféricos”.
La aparición relativamente reciente del autodenominado
Estado Islámico acrecentó de manera muy significativa estas agresiones.
A su vez, al método conocido y difundido de los atentados
suicidas individuales mediante explosivos ocultos (portados por varones,
mujeres, niños y niñas), en los últimos tiempos se sumó el ataque directo de
individuo a individuo (a simples transeúntes), mediante armas blancas, para matar,
y la agresión arrasadora a numerosas personas mediantes camiones, también con
fines asesinos.
En todos los casos, el propósito es el mismo: dañar, matar e
infundir miedo y terror en los integrantes comunes de la población. Y, de este
modo, procurar que el habitante y el ciudadano de a pie sientan, en todo
momento de la vida cotidiana, que el Estado en el cual residen es incapaz de
brindar seguridad.
En cuanto atañe al panorama local, fue recién a partir del
ataque a las Torres Gemelas de Nueva York (en 2001) que el mundo cobró
conciencia cabal y plena que lo ocurrido en Argentina (en 1992 y en 1994) no había sido sólo un
asunto local. Como se ha reseñado, desde entonces hasta ahora el terrorismo
fundamentalista se ha desarrollado intensamente, bajo múltiples formas y en
numerosos países. Si bien no se produjo otro episodio similar al de aquellos
dos atentados en el territorio de nuestra nación, siempre se consideró
seriamente la posibilidad de que esto pueda suceder de nuevo. Asimismo, se
supone la existencia de “células dormidas” (según la jerga de agencias
estatales internacionales dedicadas a la seguridad externa) y puntos
fronterizos (especialmente, el que se conoce como la “Triple Frontera” de
Argentina, Brasil y Paraguay) en los cuales algún o algunos grupos que
participan en aquella actividad gravemente delictiva pueden tener algún nivel
de instalación.
Un mito que se puede considerar derrumbado es que la autoría
material de los atentados terroristas fundamentalistas es llevada adelante sólo
por personas en situación de pobreza y de baja instrucción. Quedó demostrado
que los ejecutores del ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono fueron 19
varones radicados en los Estados Unidos de América e integrados a la vida
secular de Occidente (a punto tal que bebían alcohol, dato muy significativo
para los investigadores), con estudios universitarios, de familias acomodadas,
algunos con vínculos familiares entre sí, por lo menos uno casado (con 4
hijos), con estudios universitarios, 4 de los cuales pilotearon los aviones. 17
eran saudíes, 1 era egipcio y otro de Emiratos Árabes. Asimismo, también quedó
acreditado el planeamiento y la ejecución con alto nivel de astucia e
inteligencia y muy bajo costo económico relativo (por ejemplo, las armas de
filo utilizadas habrían sido de cerámica. Por no ser de metal, no habrían sido
detectadas cuando los portadores ascendieron a los aviones).
¿Qué hacer ante este fenómeno tan negativo de la nueva
realidad? Este interrogante repiquetea de manera constante en las mentes de los
dirigentes políticos serios más importantes del orbe.
Un aspecto remarcable es la característica transnacional que
tiene. La tarea concreta de la lucha contra el terrorismo está inicialmente, en
esencia, a cargo de los poderes encargados de la administración y del gobierno
(cualquiera que fuese el sistema) de los países. En este sentido, el trabajo no
sólo colaborativo, sino también conjunto, organizado y armonioso de los Estados
realmente interesados en luchar contra este flagelo es fundamental; esto, sin
importar diferencias de otras índoles que pudieran existir entre aquéllos. De
este modo, se impone un comentario del cual debería prescindirse por la
obviedad que implica, pero es resultado de la mera observación de una realidad
cotidiana: los “celos”, los “recelos”, la desconfianza y la “competencia” entre
las agencias de los distintos países que se ocupan de la materia deben
suprimirse radicalmente, como también los que pudieran existir entre las
agencias de un mismo país. Y en buena medida esto depende de la decisión firme
e inflexible de las autoridades políticas a cargo y de los jefes técnicos que
dependen de aquéllas. No se puede llevar adelante esta lucha sin dejar de lado
las conductas mediocres y pequeñas que se acaban de enunciar.
Muy probablemente el elemento de relevancia central sería
poner los esfuerzos máximos en el fortalecimiento de la prevención. Por lo
tanto, el intercambio de la información entre las agencias locales denominadas
comúnmente de inteligencia es fundamental. Parecería claro que es casi
imposible, o por lo menos muy difícil, impedir un atentado del que no se tiene
alguna noticia previa, aunque fuese mínima; cuando comenzó la ejecución sin que
se sepa que está en marcha, es harto dificultoso detenerlo o, por lo menos, impedir
la totalidad de los resultados que produce. En consecuencia, el trabajo intenso
mediante tecnología informática y bases de datos es central. A esto hay que
sumar el control migratorio, ágil y eficiente, en los puntos de entrada y
salida de los países y en las fronteras en general. Con todo este material,
cabría la elaboración de “perfiles de riesgo” de situaciones posiblemente
traumáticas.
La actividad legislativa apropiada y adecuada de los poderes
estatales competentes es indispensable. La elaboración y la aprobación de la
normativa necesaria para dotar de instrumentos útiles, adecuados y a la altura
de las circunstancias, con características modernas, resulta primordial; esto,
también con miras a alcanzar a los autores intelectuales, cuando son distintos
de los materiales. El gran desafío que se impone a los legisladores es
armonizar debidamente las disposiciones, de modo que la eficacia y la
eficiencia se correspondan y se equilibren con el resguardo de los Derechos
Humanos y de las garantías de quienes puedan resultar sospechosos e imputados
de los hechos terroristas.
Llegado el turno de los poderes judiciales, indudablemente
la tarea no es poca, aunque la mayor o menor actividad que deben desarrollar, o
el tipo de aquélla, en buena medida dependerá del sistema judicial aplicable
y/o del rol y de la función asignados al Ministerio Público Fiscal. En términos
generales, la actividad central de los jueces se desarrolla después que los
hechos se produjeron, aunque también pueden llegar a intervenir con antelación,
para el otorgamiento de medidas preventivas o cautelares urgentes.
Lo cierto es que, al momento de la intervención del juzgador
posterior a los sucesos, los daños recaídos sobre las personas (que son los más
graves y en la mayoría de los casos, irreversibles) y los bienes
lamentablemente ya existen; la actividad de aquel magistrado estará centrada en
la función central que caracteriza a aquél: el juicio propiamente dicho.
Una vez más, máxime ante esta clase de sucesos, es aplicable
el aserto que la función de juzgar es la más delicada que existe.
En efecto, indudablemente la sociedad reclamará la máxima
“dureza”. A la vez, aun de manera implícita, las autoridades ejecutivas y
legislativas también aguardarán aquel temperamento. Ni que hablar de las
víctimas (si sobrevivieron), de los deudos de aquéllas (si no lo lograron) y de
los demás damnificados inmediatos.
Además de alcanzar la certeza sobre los hechos y
participaciones relevantes penalmente para dictar sentencia como es debido, la
responsabilidad del órgano judicial interviniente para nada es menor (en
verdad, nunca lo es, ante ninguna clase de asuntos) al momento de controlar el
resguardo de los Derechos Humanos de los imputados. Con independencia de si el
órgano juzgador tiene o no tiene la función o la posibilidad de dictar la
inconstitucionalidad de alguna norma aplicable en la materia, el resguardo de
los derechos que se acaban de mencionar y del debido proceso legal se impone en
todos los casos. Por ende, el órgano judicial deberá controlar tanto lo
realizado por las autoridades intervinientes en la prevención o en lo actuado
por las fuerzas de seguridad, la autoridad ejecutiva y la fiscalía como
consecuencia del hecho terrorista, como la adecuación de las normas aplicables
dictadas por el legislador sobre la materia con respecto a disposiciones de
rango superior y a los derechos citados.
Aunque, quizás, en este tipo de asuntos se plantea al
juzgador uno de los mayores desafíos a afrontar: el equilibrio sumamente
sensible entre los derechos de los imputados y de los condenados por la
realización del hecho, por una parte; y por otra, los de la sociedad (como
bienes supraindividuales, que existen efectivamente -como, por ejemplo, el
derecho a la seguridad, entre muchos otros-, y nuevamente cabe citar a las
víctimas sobrevivientes, a los deudos de éstas si no fue así, y a las personas
dañadas de algún modo concreto.
Esto se debe a que todos son titulares concretos de los
Derechos Humanos igualmente dignos de consideración, y muy especialmente
quienes han sido afectados de modo directo e inmediato.
En esta temática, el control judicial es precisamente un
aspecto central, porque es y debe estar claro, siempre, que el Estado no puede,
de ninguna manera, repeler o sancionar el ataque recibido fuera de los límites
éticos y normativos que han generado la razón de su existencia, cuando mucho
tiempo atrás la sociedad decidió delegar en aquél el monopolio del uso de la
fuerza, legalizando y racionalizando este uso. Ésta es la diferencia verdadera
entre la civilización y la barbarie.
En efecto, en la manera de luchar contra los hechos de
terrorismo, y en el modo en que se juzga a aquellos sucesos, es donde más cabe
mostrar y demostrar que los Estados y las sociedades civilizadas, y las
personas de bien y de buena voluntad, siguen considerando que la única manera
válida de repeler y contrarrestar el “derecho” de la fuerza es por medio de la
fuerza del Derecho.
Y, como se expresó antes, en un primer momento, cuando se
ejecutaron las dos voladuras en la Argentina, con mucha cortedad de miras el
mundo “desarrollado” no prestó atención porque “…era un problema de
Argentina…”.
Inclusive, en la misma sociedad argentina, no faltaron quienes
consideraron, con una visión muy sesgada, que porque el primer ataque fue a una
embajada de otro Estado situada en el nuestro, “…fue un problema de otro
país…”. Al producirse el segundo (contra la AMIA-DAIA), con miopía similar, no
fueron pocos quienes entendieron que “…fue un problema de los judíos…”.
Sin embargo, lamentablemente, la expansión de la brutalidad
que se comenta a innumerables países, y las salvajes persecuciones y matanzas
de cristianos (y también de sectores musulmanes) en los tiempos recientes,
demuestran a las claras y sin lugar a dudas que, sin perjuicio de la
solidaridad que corresponde tener con cualquier grupo o persona que sufre por
el motivo que fuese (solidaridad que debe traducirse en hechos bien concretos),
el terrorismo fundamentalista no distingue ni distinguirá jamás. Por lo tanto,
con independencia de los ataques puntuales que realice, siempre es y será un
“problema” de todos y una agresión, de las más terribles, también contra todos.
Marcos Arnoldo Grabivker es juez de la Cámara Nacional en lo
Penal Económico
Fuente: Corte Suprema de Justicia